Texto escrito por Sara Bromberg
Quizás, presentar este trabajo sea parte de un intento de juntar las cenizas y transformar el dolor que fue para mí perder a mi mamá. Esa experiencia a la vez universal en el sentido de que todos enfrentamos o enfrentaremos pérdidas de personas que amamos, pero a la vez tan subjetiva e íntima, que me obligó a conocerme de otra manera, a encontrar formas de seguir y ahora me permite escribir e intentar pensar. Escribo este texto porque pienso que no hablamos de la muerte lo suficiente, y tanto en lo personal como profesionalmente, es un tema que mueve, asusta y muchas veces deja sin palabras.
La pérdida es algo que nos sacude, que nos duele, que nos rompe, pero también nos transforma y nos hace crecer. Atravesarla nos permite comprometernos con nosotros mismos, con la vida, nuestros vínculos y con la continuidad de la vida como algo más grande que nuestra existencia individual. Para eso, es necesario que entendamos el duelo como un proceso y como un trabajo, como algo que es dinámico y requiere elaboración. Trabajarlo, para que así de lo impensable y de lo indecible, de lo que pareciera lleno de sinsentido, se pueda sanar y convertir en algo potencialmente transformador (Frawley O’Dea, 2014; Freud, 1917; McWilliams, 2017).
Es fundamental hablar del tema porque todos hemos perdido o perderemos a un ser querido. Me atrevo a decir que, como analistas tratamos constantemente con duelos de nuestros pacientes, ya sea pérdidas de hace años, pérdidas recientes y sí, pérdidas futuras. Aunque existen varios tipos de duelo, ya sea por un ideal, una situación, una enfermedad, una migración o una transición de vida, en este trabajo me enfocaré en la muerte de un objeto significativo y las repercusiones que esta puede tener en el mundo interno.
Comenzaré hablando sobre qué es el duelo y cómo diferenciarlo de alguna patología como la depresión o el duelo patológico; después intentaré resumir la idea central de Freud de decatexis como requisito para elaborar un duelo; y finalmente cerraré tratando de entender el duelo como una transformación de uno mismo y de la relación con el objeto perdido. Un elemento que nos acompañará como metáfora es el ave fénix. Su mitología se encuentra en diversas culturas como símbolo del ciclo infinito de la vida y la muerte. La versión más conocida es la egipcia: el pájaro, cuando está próximo a morir, vuelve a su lugar de nacimiento, ahí construye un nido y éste estalla en llamas. De esas cenizas, un nuevo Fénix nace (Geller, 2018; Shumaker, 2008).
¿Duelo terminable o interminable?
Aunque sabemos que después de una pérdida el estado agudo de pena va aminorándose gradualmente, también nos damos cuenta de que continuaremos inconsolables y que nunca encontraremos con qué rellenar adecuadamente el hueco, pues aún en el caso de que llegara a cubrirse totalmente, se habría convertido en algo distinto. Así debe ser. Es el único modo de perpetuar los amores a los que no deseamos renunciar[1].
(Freud, 1929, citado en Frankiel, 1994, p. 70)
Tradicionalmente, el énfasis de la literatura psicoanalítica ha sido estudiar el duelo patológico y la depresión, tanto melancólica como neurótica. A pesar de eso, se ha tratado de definir lo que es un duelo normal, ampliando la comprensión de sus efectos en el mundo interno y reconociéndolo como un proceso normativo y necesario en el curso de la vida. Aunque suelen identificarse reacciones características en distintas fases, se piensa que el duelo es algo que es terminable en el sentido que el dolor y sus manifestaciones más agudas disminuyen con el paso del tiempo, pero la añoranza y los cambios en la estructura psíquica producidos por la pérdida permanecen (Baker, 2001; Clewell, 2004).
Se puede pensar el trabajo de duelo normal formado por etapas que siguen líneas parecidas. Una de estas, la fase “aguda”, se caracteriza por cierto grado de negación, labilidad emocional y reacciones ante la separación, como la búsqueda de la figura ausente y la sensación de urgencia de reunión. Posteriormente llega la fase “crónica”, en la que el sujeto emplea mecanismos adaptativos para integrar la realidad de la pérdida, aceptándola, y al mismo tiempo pudiendo continuar con las actividades cotidianas, en otras palabras, de la desorganización viene una nueva reorganización psíquica (Volkan, 1990).
En el duelo saludable, el enojo, la negación y el dolor se modulan entre ellos. Poco a poco, estas emociones se vuelven tolerables e integradas. En cambio, en el duelo patológico, el enojo y la negación predominan, entonces sí, la ausencia de duelo también es patológica. En la melancolía, al igual que en el duelo, se experimenta un profundo dolor, un interés disminuido por el mundo exterior y una menor capacidad para amar y trabajar. La diferencia es que hay una afectación en el sentido de sí, con autorreproches y expectativas de castigo. Por otro lado, una señal de patología es la prolongación y estancamiento en las etapas, sintomatología depresiva intensa, sentimientos de culpa excesiva y funcionamiento regresivo (Frawley O’Dea, 2014; Freud, 1917).
El duelo tiene una conclusión a nivel práctico y esto sucede cuando el luto no domina la vida de la persona, y así cesa la necesidad de reactivar intensamente la representación del muerto en el transcurso de la cotidianidad. Aun así, se permiten sensaciones de añoranza y reminiscencias. En este momento, se revisa la representación mental y eso se sigue haciendo, junto con un sentimiento de anhelo y de nostalgia que acompañan a lo largo de la vida. Otro indicativo de la elaboración de un duelo es poder ver lo bueno y lo malo del objeto, así apreciándolo de una manera más realista y menos amenazante. Por último, la identificación es un mecanismo que el Yo del sujeto puede utilizar para enriquecerse. Así, el objeto se internaliza en el Superyó e Ideal del Yo manteniendo una relación distinta con el objeto de amor (Baker, 2001; Clewell, 2004; Kernberg, 2010; May, 2009).
¿Es posible una desinvestidura total?
“El objeto ya no existe más; y el yo, preguntando, si quiere compartir ese destino, se deja llevar por la suma de satisfacciones narcisistas que le da el estar con vida y desata su ligazón con el objeto muerto”
(Freud, 1917, p. 252)
Freud comenzó hablando de duelo en su texto: “Duelo y melancolía” (1917). En éste, establece que el duelo es un afecto normal y una reacción frente a la pérdida de una persona amada, que a su vez trae consigo desviaciones de la conducta normal y eso no lo vuelve patológico.
Sus ideas centrales son que el duelo es un trabajo, y por ende algo que es activo, dinámico y tiene potencial de cambiar. La segunda, es que, para realizar esta labor, es necesario que el sujeto retire las catexias del objeto perdido para tener esa energía liberada y poder investir a un nuevo objeto. En el trabajo de duelo normal, el examen de realidad comprueba que el objeto amado ya no está, y aunque inicialmente se reproducen incesablemente recuerdos de él y son sobreinvestidos, esto cesa. Es un proceso que lleva tiempo y requiere montos grandes de energía. Al finalizar el trabajo de duelo, el Yo queda desinhibido y libre (Freud, 1917).
En este sentido, la apuesta es que, aunque hay una lucha de representaciones, fantasías y anhelo de reunión, la prueba de realidad se impone y el Yo logra relacionarse con el objeto perdido a través de los recuerdos. Aunque Freud comienza pensando que la identificación está relacionada a la melancolía, procede a pensarla como algo presente en estructuras no necesariamente patológicas: me pregunto si eso tiene que ver con la época de guerra y los duelos personales que atraviesa, especialmente la muerte de su hija (Baker, 2001; Clewell, 2004; Freud, 1917, 1923).
Reconstrucción del mundo interno
En la teoría de las relaciones objetales, ampliando las aportaciones de Freud, se retoma la importancia que tiene el juicio de realidad en el trabajo de duelo, y se recalca, que la pérdida de un objeto de amor en la adultez reaviva la posición depresiva infantil. Por esto, surgen fuertes sentimientos de abandono, culpa, persecución, castigo y odio. Otra de las ideas centrales es la aclaración de que la pérdida trae consigo la sensación de destrucción del mundo interno y la sensación de la permanencia exclusiva de objetos malos, o sea, que los objetos buenos internos también murieron. La labor es así reconstruir el mundo interno y reparar a los objetos (Baker, 2001; Klein, 1940).
En el duelo normal, el objeto perdido se instala en el Yo junto a los otros objetos buenos, y apoyado de sus imagos, logra reconstruir el mundo interno. Las experiencias con objetos buenos externos también ayudan a volver a confiar en el objeto perdido. Idealmente, el deseo de reparar surge y aunque el mundo interno está destruido, el trabajo de duelo permite su reconstrucción. La reelaboración de la posición depresiva, en lugar del dominio de defensas maniacas o esquizoparanoides, completa el trabajo de duelo (Klein, 1940).
Por el reacomodo del mundo interno, el duelo permite que la personalidad y los vínculos se enriquezcan, y habiendo sobrevivido el odio y la destrucción, los objetos internos se vuelven más confiables. La identificación con el objeto perdido, la reelaboración de la posición depresiva y el restablecimiento del objeto bueno concluye la fase aguda, pero el duelo no termina, sino que es duradero y cambia permanentemente estructuras psíquicas (Baker, 2001; Kernberg, 2010; Klein, 1940).
Identificación e internalización como respuestas ante la pérdida
“Mi objeto de amor no está perdido porque ahora lo traigo conmigo y nunca lo perderé.” [2]
(Abraham, 1924, citado en Frankiel, 1994, p. 80)
La internalización e identificación con el objeto amado muerto dan lugar a la creación de una relación permanente con él. El trabajo de duelo permite sentir una presencia intrapsíquica permanente, con la consciencia de su ausencia objetivamente permanente. Así se integran las dos tareas del duelo: la desinvestidura del objeto perdido y la transformación del mundo interno (Kernberg, 2010).
Otro mecanismo presente en el duelo normal es el deseo de reparación. Aunque ahora es imposible reparar objetivamente con el objeto, existen otras vías posibles. Los deseos y aspiraciones propios del objeto, tanto para sí mismo como para el sujeto, pueden introyectarse en el Superyó, y más allá de la culpa y el remordimiento que esto pueda generar, existe la posibilidad de que surja un impulso de redención de uno mismo a través del cambio y el deseo de ser una mejor persona (Kernberg, 2010).
La elaboración del duelo permite que se pueda sentir al objeto como a alguien a quien se recuerda, con quién se habla, sueña, fantasea y finalmente existe la posibilidad de convertirse en un legado, internalizando sus valores, metas y características. Tras la aceptación de la muerte y su irreversibilidad, el objeto perdido puede volverse un modelo a seguir, quien orienta en situaciones y apoya en la resolución de problemas, acompaña a través de reminiscencias y brinda sensaciones de felicidad y confort. Claro que la línea con la patología es delgada, sobre todo cuando esto se vuelve una introyección ambivalente o francamente mala, que trae sentimientos de depresión, abandono y vacío (Baker, 2001).
El ave que renace de las cenizas
Tanto la parte de decatectizar al objeto, como la parte de la destrucción del mundo interno tras la pérdida del objeto de amor, me hacen pensar en el nido en llamas del ave fénix. Y es que sí, enfrentarnos a la muerte de alguien que amamos nos hace sentir como si estuviéramos hechos cenizas. La vida misma, el análisis, las redes de apoyo, el trabajo y el tiempo nos ayudan a reconstruirnos y continuar. Pienso en psicoanalistas cuyos trabajos utilicé en este escrito, como Freud, Klein y Kernberg, que vivieron épocas de guerra y pérdidas personales de las que reunieron las cenizas para pensar, construir conocimiento y acompañar a otros en su camino.
En un momento de mucho dolor y desesperación en mi duelo, llegó a mí el modelo de Tonkin (1996) y me hizo sentido. Como vimos, aunque la fase aguda pasa, el dolor y la añoranza continúan. Quizás lo que cambia es que la vida crece alrededor del duelo, y aunque la ausencia siempre permanecerá ahí, tendremos otras actividades y vínculos en la vida que nos enriquecerán. Soltar la expectativa de que las sensaciones ante mi pérdida se irían, y más bien entender que tendría que integrar eso a mi historia, me permitió conectar conmigo y con la vida de una forma distinta.
Si se logra atravesar el trabajo de duelo y elaborarlo, la capacidad de vivir se ve enriquecida. Así que quizás no se resuelve completamente y el cierre que tanto se espera tampoco llega, pero este proceso y parte inseparable de lo que es vivir, tiene el potencial de volvernos personas que pueden agradecer, ser empáticas y creativas, entendiendo que de la ruptura viene la posibilidad de reparar (McWilliams, 2017).
Me atrevo a pensar que tanto el análisis como el proceso de duelo obligan a contactar con el dolor y con el deseo; nos frustran por lo que no podemos obtener, pero poco a poco reconocemos aquellas opciones que son posibles y logramos asumir un papel activo para conseguirlas. Aceptar lo que no es, permite que veamos y apreciemos lo que sí está, así encontrando nuestras propias aves fénix que nacen de la destrucción. Enfrentar la limitación que la muerte nos pone enfrente y la afrenta que es eso al narcisismo, omnipotencia y voracidad propias también brinda significado e impulsa a crecer (McWilliams, 2017).
Como analistas, nos invito a pensar la importancia que tiene lo colectivo en el proceso de duelo y también estar abiertos a las tradiciones que las distintas culturas y religiones pueden tener para acompañar momentos tan dolorosos. A la par de trabajar lo afectivo y lo inconsciente en el consultorio, quizás los tiempos, rituales y costumbres den estructura que apoya en momentos de desorganización. Por ejemplo, en el judaísmo, todo el primer año tras la pérdida está calendarizado en periodos que acompañan y no permiten evadir la pérdida, sino irla elaborando y resignificando, manteniendo siempre contacto con el mundo externo. Tener momentos específicos que conectan con el duelo y con quien se fue, pero también comprender que la vida sigue y así honramos a quienes amamos y ya no están.
Otra idea que me gustaría pensar antes de concluir es la propuesta de convertir en ancestros a nuestros fantasmas (Loewald, citado en Meyerowitz, 2022), pensando que estos son aquellas partes oscuras, no metabolizadas, pensadas ni sentidas que habitan en nosotros y que me remontan a lo que podemos sentir cuando estamos en el huracán del duelo. En el transcurso del desarrollo, la voz de esos objetos debe ser introyectada e internalizada, pero no en una forma fría y poco asimilada vivida como mandato, sino que siendo escuchada, sentida y llorada para hacerla propia. Quizás, solamente dejando salir y enfrentando a los fantasmas que la muerte saca a la luz, podemos dejarlos descansar y comenzar a sentirlos como ancestros y como legados que nos acompañan.
La religión judía no tiene una respuesta clara a lo que sucede después de la muerte. Al hablar de la muerte de Moisés, un episodio clave en la historia religiosa, en el que tuvieron que morir él y sus contemporáneos, y pasar cuarenta años en el desierto antes de entrar a Israel, Delphine Horvilleur (2021), una rabina francesa menciona: “Los judíos afirman que no saben lo que hay después de la muerte. Pero podrían formularlo de otro modo: después de la muerte hay algo que no sabemos. Hay algo que todavía no se nos ha revelado, algo que otros harán, dirán y contarán mejor que nosotros, porque hemos existido (p. 127).” Y así quiero finalizar: quizás el sentido en todo el sinsentido que es la muerte, es la relación que mantenemos con aquellos que no están, con cómo desde la ausencia siguen sembrando y cómo, aunque podamos sentir que estamos destruidos, la vida continúa en un ciclo infinito del que después de la destrucción podemos reconstruir.
Referencias
Abraham, K. (1994). A Short Study of the Development of the Libido, Viewed in the Light of Mental Disorders (Abridged). En Essential Papers on Object Loss (pp. 71–93). New York University Press.
Baker, J. (2001). Mourning and the Transformation of Object Relationships. Evidence for the Persistence of Internal Attachments. Psychoanalytic Psychology, 18(1), 55–73.
Clewell, T. (2004). Mourning Beyond Melancholia: Freud’s Psychoanalysis of Loss. Journal of the American Psychoanalytic Association, 54(43), 52–67.
Frawley O’Dea, M. (2014). When Mourning Never Comes: What Happens When Individuals, Institutions or Nations Fail to Mourn After Trauma. Contemporary Psychoanalysis, 54(4), 593–608.
Freud, S. (1917). Duelo y melancolía. En Sigmund Freud Obras Completas Tomo XIV (pp. 237–255). Amorrortu Editores.
Freud, S. (1923). El yo y el ello. En Sigmund Freud Obras Completas Tomo XIX (pp. 30–40). Amorrortu Editores.
Freud, S. (1994). Letter to Ludwig Binswanger. En Essential Papers on Object Loss (pp. 69–70). New York University Press.
Geller, P. (2018). Phoenix. Mythology.net. https://mythology.net/mythical-creatures/phoenix/
Horvilleur, D. (2021). Vivir con nuestros muertos. Libros del asteroide.
Kernberg, O. (2010). Some observations on the process of mourning. International Journal of Psychoanalyisis, 91, 601–619.
Klein, M. (1940). El duelo y su relación con los estados maniaco depresivos. En Obras Completas de Melanie Klein. Amor, culpa y reparación. 1 (pp. 346–371). Paidós.
May, R. (2009). Observations on the Psychoanalytic Theory of Mourning. Smith College Studies in Social Work, 57(1), 3–11.
McWilliams, N. (2017). Psychoanalytic Reflections on Limitation: Aging, Dying, Generativity, and Renewal. Psychoanalytic Psychology, 34(1), 50–57.
Meyerowitz, R. (2022). Hans Loewald: Turning ghosts into ancestors - internalization and emancipation. En Mourning and Metabolization. Close Readings in the Psychoanalytic Literature of Loss (pp. 208–257). Routledge.
Shumaker, H. (2008). The Phoenix Through the Ages. Swarthmore College Bulletin. https://www.swarthmore.edu/bulletin/archive/wp/october-2008_the-phoenix-through-the-ages.html
Tonkin, L. (1996). Growing around grief- another way of looking at grief and recovery. Bereavement Care, 15(1), 10.
Volkan, V. (1990). Duelo complicado. Gradiva, 47–71.
[1] La traducción es mía
[2] La traducción es mía
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