Amor, odio y lo suficientemente bueno

Publicado el 14 de marzo de 2025, 20:42

Texto escrito por Sara Bromberg

El dilema del erizo, planteado por Schopenhauer y retomado por Freud (1921/1976b), dice lo siguiente: en un día muy frío, un grupo de puercoespines se acercaron para calentarse. En ese momento, las espinas de unos lastimaron a los otros y viceversa, por lo que se tuvieron que separar de nuevo. Aun así, volvieron a sentir frío y se juntaron, aunque también se pincharon. Continuaron de este modo, en un baile de ir y venir hasta que encontraron la distancia óptima, es decir: un punto medio. Esta parábola me lleva a pensar lo siguiente: en el amor, al igual que como en la cercanía y en los vínculos, hay agresión y conflictos, que son parte de la naturaleza humana. Quizás, reconocer esta coexistencia es lo que necesitamos para encontrar una mejor manera de vivir y convivir.

 

En un día cualquiera, nos enfrentamos a conflictos de diversos tipos en nuestra realidad neurótica. Algunos de los dilemas que debatimos pueden ser: hacer o no ejercicio en la mañana; experimentar emoción y satisfacción al presentar un trabajo, al mismo tiempo de experimentar nervios y duda; sentir que comprendemos a algún paciente y al mismo tiempo sentirnos frustrados o confundidos; querer y estar conscientes de que vamos a análisis a asociar, al mismo tiempo de resistirnos al proceso analítico; amar a nuestros seres queridos y estar agradecidos de tenerlos cerca, al mismo tiempo de acomplejarnos por cosas que van desde lo insignificante hasta lo trascendental. Es decir, navegamos entre la afirmación y el rechazo simultáneo y experimentamos ambivalencia. Lo que es, en palabras de Laplanche (1996): “la presencia simultánea, en la relación a un mismo objeto, de tendencias, actitudes o sentimientos opuestos, especialmente amor y odio” (p. 20).

 

Entonces: ¿Qué entendemos por ambivalencia? Antes de Freud, Bleuler ya había pensado en cómo esta juega un papel en lo anímico. Él pensó la ambivalencia en tres terrenos: volitivo, intelectual y afectivo. Aunque la ambivalencia es un síntoma en ciertas patologías, como la psicosis, la paranoia y la neurosis obsesiva, así como en estados transitorios, como los celos y el duelo, también existe una ambivalencia normal presente en la conflictiva de la vida. Por otro lado, incluso cuando es predominante en las fases sádico-oral y sádico-anal del desarrollo libidinal, donde coexisten fuertes afectos de amor y destrucción al objeto, en el conflicto edípico y por ende en el conflicto neurótico, la ambivalencia perdura (Laplanche & Pontalis, 1996).

 

Comenzaré escribiendo sobre Freud y la ambivalencia originada en las pulsiones de vida y muerte y la tensión entre las instancias psíquicas.  Posteriormente, se analizará cómo la ambivalencia es central en la integración del objeto y de los afectos en la posición depresiva de Klein, y finalmente, siguiendo a Winnicott, pensaremos cómo lograr tolerar la ambivalencia, la falla y la agresión, nos permiten apreciar, relacionarnos y vivir de un modo “suficientemente bueno”.

 

Pulsión de vida y pulsión de muerte: fuentes de la ambivalencia

“Coexisten, una junto a la otra, la moción tierna y la hostil hacia el padre, y ello a menudo durante toda la vida, sin que una pueda cancelar a la otra. En tal coexistencia de los opuestos reside el carácter de lo que llamamos ambivalencia de sentimientos”

(Freud, 1913/1976d, p. 249)

 

El conflicto psíquico, que incluye deseos y realidades conscientes e inconscientes, y el conflicto neurótico, o sea, los síntomas y formaciones de compromiso, tienen que ver con la ambivalencia. Y esta la podemos comenzar a comprender a través de la lucha entre las pulsiones de vida, de donde viene el amor, y las pulsiones de muerte, que en momentos se manifiesta como agresión, temor, el ser destructivos o intentar volver a lo previo, es decir, lo inerte.  

 

Freud introduce la distinción y el funcionamiento de las pulsiones de vida y las pulsiones de muerte. Él cuestiona: ¿cómo es que es tan difícil deshacerse de un síntoma, si genera sufrimiento o más bien en otro nivel placer? ¿encuentra el sujeto placer en el displacer? Y ¿por qué repetimos eso que nos genera tanto dolor y sufrimiento? La hipótesis de Freud explica que, el conflicto central en la psique es entre ambas pulsiones, y que el displacer neurótico, la compulsión a la repetición que tanto conocemos en nosotros mismos y en nuestros pacientes, así como el juego repetitivo de los niños y los sueños que soñamos una y otra vez tienen que ver con esto, con cómo, a pesar de que no sintamos placer inmediato, la repetición del sufrimiento permite elaborarlo y ligarlo, o sea, en encontrar placer en el displacer. Se puede pensar así: la pulsión de muerte está en juego cuando la repetición no es únicamente para elaborar, sino cuando repetimos por otro tipo de razones como el deseo de regresar a un estado previo o de parar (Freud, 1921/1976a).

 

Aunque el Principio del placer opera procurando que la excitación psíquica esté en el nivel más bajo posible, descargando la tensión que siente y así regulando las sensaciones de placer-displacer, siguiendo también el Principio de constancia que procura la estabilidad en la psique, existen casos en los que esto no ocurre. Ahí es donde entra el Principio de realidad, que se opone a la satisfacción pulsional inmediata. El mundo exterior y las pulsiones de autoconservación del Yo hacen que el sujeto tolere la frustración en pos de un placer mayor posterior, perpetuando la lucha entre las pulsiones sexuales y las pulsiones de autoconservación, originando la ambivalencia (Freud, 1921/1976a).

 

La pulsión de vida busca unión, amor, integración y crecimiento. Al contrario, la pulsión de muerte busca el retorno al estado inorgánico, inmóvil y libre de tensión. Ambas fuerzas están en una pelea constante. Cuando Tánatos es más fuerte que Eros, el componente destructivo gana, dando origen a fenómenos agresivos y masoquistas, y cuando es Eros, la agresión puede ser utilizada al servicio del Yo e integrada a la vida. Freud nos recuerda que en el amor existe la ambivalencia, y que se puede sentir al mismo tiempo afectos de naturalezas distintas (Freud, 1920/ 1976a).

 

La pulsión, que tiene una fuente, una meta y un objeto, busca la satisfacción. A su vez, la pulsión puede transformarse en lo contrario, volverse contra el Yo, reprimirse o sublimarse. Por este camino, es posible la trasposición de afectos de amor en odio, ya que frecuentemente están dirigidos simultáneamente al mismo objeto. Esta transformación viene de otras polaridades que están presentes en la vida psíquica desde el inicio: yo-no yo; placer-displacer; activo-pasivo. El Yo, en un estado de narcisismo primario, poco a poco se va dando cuenta de que necesita de otros para satisfacerse, y ahí es donde siente displacer y frustración. En la lucha por su autoconservación, el bebé comienza a sentir ambivalencia y la lucha entre las facetas de lo que siente (Freud, 1976c).

 

Pensemos en un bebé, ensimismado, que se siente omnipotente, en una posición narcisista, autoerótica y con alucinaciones satisfactorias de deseo, y cómo la frustración y el darse cuenta de la existencia de otros y como depende de estos para sobrevivir lo empujan hacia la realidad y el crecimiento. Estas dos realidades y posiciones le hacen sentir ambivalencia, ya que necesitar a otros también lo pone vulnerable y le muestra que le pueden y que puede hacer daño (Freud, 1976c).

 

Como analistas sabemos que, la transferencia negativa se manifiesta (además de la positiva), y, por ende, la ambivalencia está presente en la neurosis de transferencia. Esta sería una explicación a cómo, la transferencia se puede poner a servicio de la resistencia y es algo que constantemente tenemos que monitorear como analistas.

 

La integración del amor y del odio

“La base de la salud mental es una personalidad bien integrada”

(Klein, 1960, p. 272)

 

Para Melanie Klein, la salud mental es la combinación de varios factores: el logro de madurez emocional, fortaleza de carácter, capacidad de manejar emociones conflictivas, presencia de equilibrio entre la vida interior y la adaptación a la realidad, y la integración de la personalidad. Entonces: ¿qué tiene que ver esto con la ambivalencia descrita por Freud? De entrada, comprendemos que el equilibrio psíquico conlleva entender y resolver nuestros conflictos internos, que surgen de afectos contradictorios. En otras palabras, la salud mental nos da la fortaleza para tolerar e integrar emociones dolorosas, ya que, si las escindimos, partes de la personalidad quedan restringidas e inhibidas (Klein, 1960/1975).

 

Para Klein, la pulsión es siempre ambivalente. El amor por el objeto no se puede separar de su destrucción. Aun en las situaciones más favorables, en las que el bebé es amado y cuidado, hay momentos de privación y de frustración, que refuerzan el odio y la agresión. Al comienzo, en la posición esquizoparanoide, el infante escinde el pecho en bueno y en malo, proyectando e introyectando en exceso. Conforme crece y logra reconocer a su madre como objeto total, a veces buena y a veces mala, a veces presente y a veces ausente, a la que ama incluso cuando la odia, se puede decir que dio un salto en su desarrollo y entró a la posición depresiva. Para lograr lo enumerado en el párrafo anterior es requisito dar este paso (Klein, 1975; Segal, 1964a).

 

Otro punto importante de la posición depresiva es cómo el bebé se da cuenta de que su madre, y otras personas son seres ajenos a él, con vidas y relaciones independientes. Al percatarse de su vulnerabilidad y de su ambivalencia interna, descubre su realidad psíquica y va diferenciando sus fantasías del mundo exterior. De esta forma puede encontrar vías en las que logra tener agencia en la realidad externa, así como los límites de su amor y de su odio, que comienzan siendo omnipotentes. Si se logra elaborar la posición depresiva, el bebé tendrá la capacidad de amar y respetar a los otros, además de reconocer la variedad de emociones que puede sentir, tolerando la culpa, preocupándose por los otros y reparando (Klein, 1975; Segal, 1964b, 1964a).

 

El interjuego entre el amor y odio, y entre destruir y reparar, permite que el bebé crezca y logre relacionarse de manera total. Reconociendo que la madre lo frustra y también lo gratifica, éste percibe que la angustia que siente viene de su propia ambivalencia, de temer que su propia agresión haya dañado o destruido a quien ama. Se descubren nuevos afectos: nostalgia, duelo y culpa depresiva. Gracias a estos, nace en él el deseo de reparar, y así restaurar a los objetos que dañó. Durante esta transición, en la que el conflicto interno es experimentado, el sujeto logra conocerse y así conocer a los demás, sintiendo satisfacción al dar y recibir, logrando sentir gratitud y ser generoso. Estas virtudes funcionan como antídotos a la envidia y al temor a la retaliación. Asimismo, también comienza a confiar en que puede conservar el amor y las relaciones, incluso en los momentos difíciles y cargados de conflicto. Habiendo perdido la felicidad y armonía del mundo interno, es como el bebé comienza a simbolizar y a crear. En fin, la integración viene del conocimiento primario que el odio solo puede ser mitigado por el amor, y para eso es necesaria su síntesis y elaboración (Klein, 1975; Segal, 1964b, 1964a).

 

 

La ambivalencia en lo suficientemente bueno

“Hay muchas cosas profundas y ocultas de la naturaleza humana, y personalmente preferiría ser hijo de una madre con todos los conflictos internos propios del ser humano, y no de una madre para la cual todo es sencillo y sin tropiezos, que conoce todas las respuestas y es ajena a la duda”

(Winnicott, 1955, p. 1301)

 

Winnicott es muy claro en lo importante y humano que es la ambivalencia, y cómo en la maternidad y en los vínculos hay fallas, agresión y desilusión. Esto es claro en su concepto de la “madre suficientemente buena”, en el que enfatiza que los infantes necesitan ser criados por seres humanos, no por robots. Lo suficientemente bueno es predecible y constante, y para serlo, es necesario que sea genuino, porque solamente así es sostenible y real (Winnicott, 1987/2002b).

 

Aunque inicialmente, la madre suficientemente buena se concentra y entrega con devoción a su bebé, poco a poco, y en medida que este va creciendo, permite que se frustre y se tenga que ir enfrentando a la realidad externa. Esta adaptación, en la que hay preocupación, y en menor medida resentimiento, permite que el bebé logre, habiendo vivido repetidamente el límite temporal de la frustración, sentir la experiencia como proceso, desarrolle su vida mental y logre integrar, a través del recuerdo y la fantasía, el pasado, el presente y el futuro, lo interno y lo externo (Winnicott, 1963/1999b).

 

La frustración da oportunidad a que el objeto sea amado y odiado, así siendo real, para pasar del Principio del placer al Principio de realidad. Esta transición también permite el desarrollo de la preocupación por el otro, algo necesario para vivir en sociedad. Para Winnicott, la capacidad de preocuparse por el otro es el lado positivo de la culpa. Esta última, que va ligada a afectos de ambivalencia, implica que el Yo logró integrarse y consolidar al objeto bueno e hizo las paces con la idea de destruirlo. La preocupación por el otro es un paso más elevado, en el que el individuo logra sentirse responsable de sus vínculos y afectos (Winnicott, 1963/2002a).

 

Durante el proceso madurativo del bebé, en el que suponemos y esperamos que, en el mejor de los casos, el medio ambiente haya sido suficientemente bueno, el infante comienza estando fusionado a su madre. Así, éste dirige hacia ella las pulsiones libidinales, que buscan el placer y la satisfacción, y agresivas, en forma de enojo y odio. Aunque inicialmente estas emociones están separadas, Winnicott menciona que la relación objetal de amor contiene elementos de odio, y el bebé eventualmente logra integrarlos para sentir ambivalencia hacia el mismo objeto, uniendo al objeto real y externo, del que depende para sobrevivir, con el objeto introyectado o imagos, cargado de lo más primitivo (Winnicott, 1963/2002a).

 

Este autor, incluso se atreve a poner en palabras lo que todos hemos llegado a sentir con los pacientes en ciertos momentos: odio en la contratransferencia. Reconocer nuestra propia ambivalencia y odio, agresividad y frustración permite que el análisis sea posible y que mantengamos una postura analítica. Esto es similar a que las madres suficientemente buenas también sienten odio por sus hijos, por razones que podemos entender: la energía involucrada, los cambios de vida, el entregarse al niño completamente, manejar todas las angustias y culpas que traen la maternidad, entre otras. Lo que sucede es que el bebé igualmente odia a su madre, y la madre no debe actuar eso, o nosotros con los pacientes: si reconocemos que sentimos afectos encontrados hacia ellos, podemos elaborarlos y utilizarlos al servicio del análisis (Winnicott, 1947/1999a).

 

Para cerrar, quisiera retomar la parábola de los erizos de Schopenhauer y las ideas de Freud, Klein y Winnicott. Todos tenemos espinas que pueden lastimar y lastimarnos, al mismo tiempo, sentimos frío y anhelamos cercanía y calor. La cuestión es darnos cuenta de esas púas, de cómo somos capaces de agredir, destruir y ver el vaso medio vacío. Debajo de la coraza, también somos capaces de amar, agradecer, reparar y ser partícipes activos en nuestros vínculos y vida, y sí, de ver el vaso medio lleno.

 

Qué importante pensar esto en esta época, en la que las posturas radicales y la intolerancia pululan. Tenemos a nuestro alcance soluciones cuasi inmediatas, que requieren de poco esfuerzo e inversión. La poca tolerancia a la frustración y a la falla, la idealización de ciertos caminos y propuestas, y la devaluación de lo otro, que suele ser lo diferente, me lleva a pensar en la poca integración y elaboración de la ambivalencia a la que nos enfrentamos como personas, ciudadanos y analistas. Imaginemos cómo serían las cosas si asumiéramos cada uno nuestros montos de agresión para dejar de proyectar afuera todo eso que no queremos o podemos tramitar en nosotros mismos.

 

Es incómodo experimentar culpa y sentir miedo a la pérdida, es doloroso dimensionar el daño que podemos ocasionar, pero quizás, reconocernos enteros y totales, nos permita sentir todo esto de una manera más proporcional, de aceptar y tratar de balancear nuestras pulsiones pudiendo elaborarlas. Reconociendo que el otro y uno mismo somos suficientemente buenos, y que podemos amar incluso cuando odiamos, nos permitirá transitar las decepciones y frustraciones de la vida de una manera más integrada.

 

Referencias

Freud, S. (1976a). Más allá del principio del placer (1920). En Sigmund Freud Obras Completas Tomo XVIII (pp. 1–63). Amorrortu Editores.

Freud, S. (1976b). Psicología de las masas y análisis del Yo (1921). En Sigmund Freud Obras Completas Tomo XVIII (pp. 95–96). Amorrortu Editores.

Freud, S. (1976c). Pulsiones y destinos de pulsión (1915). En Sigmund Freud Obras Completas Tomo XIV (pp. 113–134). Amorrortu Editores.

Freud, S. (1976d). Tótem y tabú. Algunas concordancias en la vida anímica de los salvajes y de los neuróticos (1913). En Sigmund Freud Obras Completas Tomo XIII. Amorrortu Editores.

Klein, M. (1975). Sobre la salud mental (1960). En Obras completas Melanie Klein. Envidia y gratitud y otros trabajos (pp. 272–278). Paidós.

Laplanche, J., & Pontalis, J. B. (1996). Diccionario de psicoanálisis. Paidós.

Segal, H. (1964a). La posición depresiva. En Introducción a la obra de Melanie Klein (pp. 71–84). Paidós.

Segal, H. (1964b). Reparación. En Introducción a la obra de Melanie Klein (pp. 95–106). Paidós.

Winnicott, D. (1955). Para padrastros, 1955. https://ouricult.wordpress.com/wp-content/uploads/2012/06/donald-winnicott-obras-completas.pdf

Winnicott, D. (1999a). El odio en la contratransferencia (1947). En Escritos de pediatría y psicoanálisis (pp. 263–274). Paidós.

Winnicott, D. (1999b). Objetos y fenómenos transicionales (1963). En Escritos de pediatría y psicoanálisis (pp. 307–324). Paidós.

Winnicott, D. (2002a). The Development for the Capacity of Concern (1963). En Winnicott on the Child (pp. 215–220). Perseus Publishing.

Winnicott, D. (2002b). The Ordinary Devoted Mother (1987). En Winnicott on the Child (pp. 11–18). Perseus Publishing.

 

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